El pueblo mismo está obligado a velar permanentemente por la democratización constante y sin paliativo
Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
Imaginemos que el poder proviene del pueblo. Lo sé, a estas alturas es mucho imaginar, pero hagamos un esfuerzo. Imaginemos que la soberanía nacional reside en la voluntad de la ciudadanía, que se organiza socialmente en régimen de libertad, de justicia y de paz, y sobre la base de la dignidad intrínseca de los seres humanos y de los derechos iguales e inalienables de todas y cada una de las personas. Imaginemos ahora, lo sé, hoy ya cuesta poco imaginarlo, que algunos han decidido que los derechos fundamentales son pura filfa, no pertenecen a las personas y deben ser regulados y recortados según las necesidades económicas y de acuerdo con los intereses de una supuesta clase nacional y supranacional, que dicta y manda en el mundo y en cada país. La vivienda digna, por ejemplo, deja de ser un derecho, para quedar sujeta a los vaivenes del “libre mercado”. O que el derecho al trabajo solo es regulado por el contrato único, los miniempleos, el despido libre y gratuito y la existencia de seis millones de parados. O que el gobierno asume, sin consultar al pueblo, que la deuda privada de los bancos y las grandes empresas es deuda soberana y del país entero, aunque apenas pueda pagar siquiera los intereses de dicha deuda, detrayendo todos esos gastos de las verdaderas necesidades de la gente. O que el gobernante trata a la educación y la sanidad como meras mercancías, rebajables a gusto de los intereses creados de la enseñanza privada y la sanidad privada.
Imaginemos ahora qué puede hacer un desempleado de larga duración que cobra mensualmente una prestación de 399 euros mensuales y tiene dos hijas en plena pubertad y adolescencia, respectivamente. O una persona anciana, privada de ayuda domiciliaria por recortes presupuestarios gubernamentales y cuya mayor preocupación en esos momentos es no morir sola, demasiado sola. O una madre que debe meter cada mañana en una fiambrera la comida de su hijo, alumno en una escuela de Primaria, que ya no tiene beca de comedor ni de material escolar. O el minusválido que ha de quedarse en casa por carecer del dinero que ahora le niega el Gobierno para disponer de una prótesis o una silla de ruedas. O una joven que, terminados sus estudios superiores, sobrevuela ya la treintena sin trabajo, sin otro currículum profesional que unos pocos contratos basura.
¿Qué pueden hacer, dime? ¿Qué puede hacer toda esa gente salvo rebelarse? Ya en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclama que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos” (a. 1) y que “la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (a.2). Sobre esta base, es razonable concluir que los gobiernos y las instituciones públicas que no se ocupen realmente de conservar los derechos cívicos, laborales, sociales, económicos y políticos de la ciudadanía pueden ser considerados ilegítimos. En otras palabras, la verdadera legitimidad de los gobiernos no descansa solo en obtener cada cuatro años un respaldo popular en las urnas, sino principalmente en la realización efectiva de los derechos ciudadanos, en todas sus vertientes, generalmente expuestos en los a menudo mendaces programas electorales de los partidos gobernantes.
El artículo 28 de la Declaración Universal de los Derecho Humanos de la ONU reconoce que “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades (-) se hagan plenamente efectivos”. La reivindicación de estos derechos conlleva necesariamente el derecho a oponerse a cualquier autoridad e institución que atente contra los mismos. En otras palabras, los derechos humanos no son completos si no están acompañados del derecho a resistir activa y pasivamente frente a quienes, de hecho, los conculquen o los nieguen. Pues bien, el derecho de resistencia equivale en determinados momentos al deber de resistir. No hay democracia sin el pueblo (demos), por lo que el pueblo mismo está obligado a velar permanentemente por la democratización constante y sin paliativos de la propia democracia (valga la redundancia) o, dicho de otro modo, por redemocratizar sin descanso la democracia misma.
El derecho de resistencia es también derecho de desobedecer, de llevar a tribunales de garantía al gobernante que da la espalda a los derechos de la ciudadanía, de impugnar la legitimidad del poder corrupto, incompetente o abusivo, de ejercer abiertamente el disenso y la crítica. En resumidas cuentas, el derecho de resistencia es una obligación moral de la ciudadanía que se sabe responsable del bienestar real y sostenible de sus conciudadanos y de las generaciones futuras.
(Javier de Lucas y Mª José Añón, catedráticos de Filosofía del Derecho en la UV son inspiradores de este artículo).
Antonio Aramayona es profesor de Filosofía
Artículo publicado en El Periódico de Aragón
La Utopía es posible
ATTAC Castilla y León no se identifica necesariamente con los contenidos publicados, excepto cuando son firmados por la propia organización.
Antonio Aramayona – ATTAC CHEG Aragón
Imaginemos que el poder proviene del pueblo. Lo sé, a estas alturas es mucho imaginar, pero hagamos un esfuerzo. Imaginemos que la soberanía nacional reside en la voluntad de la ciudadanía, que se organiza socialmente en régimen de libertad, de justicia y de paz, y sobre la base de la dignidad intrínseca de los seres humanos y de los derechos iguales e inalienables de todas y cada una de las personas. Imaginemos ahora, lo sé, hoy ya cuesta poco imaginarlo, que algunos han decidido que los derechos fundamentales son pura filfa, no pertenecen a las personas y deben ser regulados y recortados según las necesidades económicas y de acuerdo con los intereses de una supuesta clase nacional y supranacional, que dicta y manda en el mundo y en cada país. La vivienda digna, por ejemplo, deja de ser un derecho, para quedar sujeta a los vaivenes del “libre mercado”. O que el derecho al trabajo solo es regulado por el contrato único, los miniempleos, el despido libre y gratuito y la existencia de seis millones de parados. O que el gobierno asume, sin consultar al pueblo, que la deuda privada de los bancos y las grandes empresas es deuda soberana y del país entero, aunque apenas pueda pagar siquiera los intereses de dicha deuda, detrayendo todos esos gastos de las verdaderas necesidades de la gente. O que el gobernante trata a la educación y la sanidad como meras mercancías, rebajables a gusto de los intereses creados de la enseñanza privada y la sanidad privada.
Imaginemos ahora qué puede hacer un desempleado de larga duración que cobra mensualmente una prestación de 399 euros mensuales y tiene dos hijas en plena pubertad y adolescencia, respectivamente. O una persona anciana, privada de ayuda domiciliaria por recortes presupuestarios gubernamentales y cuya mayor preocupación en esos momentos es no morir sola, demasiado sola. O una madre que debe meter cada mañana en una fiambrera la comida de su hijo, alumno en una escuela de Primaria, que ya no tiene beca de comedor ni de material escolar. O el minusválido que ha de quedarse en casa por carecer del dinero que ahora le niega el Gobierno para disponer de una prótesis o una silla de ruedas. O una joven que, terminados sus estudios superiores, sobrevuela ya la treintena sin trabajo, sin otro currículum profesional que unos pocos contratos basura.
¿Qué pueden hacer, dime? ¿Qué puede hacer toda esa gente salvo rebelarse? Ya en 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclama que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos” (a. 1) y que “la finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (a.2). Sobre esta base, es razonable concluir que los gobiernos y las instituciones públicas que no se ocupen realmente de conservar los derechos cívicos, laborales, sociales, económicos y políticos de la ciudadanía pueden ser considerados ilegítimos. En otras palabras, la verdadera legitimidad de los gobiernos no descansa solo en obtener cada cuatro años un respaldo popular en las urnas, sino principalmente en la realización efectiva de los derechos ciudadanos, en todas sus vertientes, generalmente expuestos en los a menudo mendaces programas electorales de los partidos gobernantes.
El artículo 28 de la Declaración Universal de los Derecho Humanos de la ONU reconoce que “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades (-) se hagan plenamente efectivos”. La reivindicación de estos derechos conlleva necesariamente el derecho a oponerse a cualquier autoridad e institución que atente contra los mismos. En otras palabras, los derechos humanos no son completos si no están acompañados del derecho a resistir activa y pasivamente frente a quienes, de hecho, los conculquen o los nieguen. Pues bien, el derecho de resistencia equivale en determinados momentos al deber de resistir. No hay democracia sin el pueblo (demos), por lo que el pueblo mismo está obligado a velar permanentemente por la democratización constante y sin paliativos de la propia democracia (valga la redundancia) o, dicho de otro modo, por redemocratizar sin descanso la democracia misma.
El derecho de resistencia es también derecho de desobedecer, de llevar a tribunales de garantía al gobernante que da la espalda a los derechos de la ciudadanía, de impugnar la legitimidad del poder corrupto, incompetente o abusivo, de ejercer abiertamente el disenso y la crítica. En resumidas cuentas, el derecho de resistencia es una obligación moral de la ciudadanía que se sabe responsable del bienestar real y sostenible de sus conciudadanos y de las generaciones futuras.
(Javier de Lucas y Mª José Añón, catedráticos de Filosofía del Derecho en la UV son inspiradores de este artículo).
Antonio Aramayona es profesor de Filosofía
Artículo publicado en El Periódico de Aragón
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