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Revolución ciudadana

Ignacio Ramonet

Un país endeudado y sometido a los dictados de organismos financieros internacionales; con una clase política mediocre, corroída por la corrupción y detestada por la opinión pública; una desconfianza general hacia las instituciones; un Estado desprovisto de soberanía monetaria; con un sistema bancario estafador y ladrón; un paro masivo; una infame ley de hipotecas y miles de desahucios... ¿Hablamos de la España de hoy? No, del Ecuador de antes de 2006, de antes de la “revolución ciudadana” impulsada por Rafael Correa, brillantemente reelegido presidente el pasado 17 de febrero (1).

Cuando Correa triunfó por primera vez, en noviembre de 2006, el Ecuador estaba saliendo de una década de crisis, protestas e inestabilidad. Con tres presidentes (Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez) derrocados por insurrecciones populares, una quiebra masiva del sistema financiero, una banca corrupta, un endeudamiento colosal, huelgas generales, insurrecciones indígenas y revueltas sociales de todo tipo. El país parecía ingobernable. Hasta que llegó este economista poco convencional, forjado en el trabajo social y solidario cerca de los pueblos originarios, impregnado de las tesis de justicia de la Teología de la liberación, formado en universidades de Bélgica y Estados Unidos, simpatizante y asiduo del Foro Social Mundial y adversario declarado de la política de “ajustes estructurales” impulsada, en los años 1990,  por el Fondo Monetario Internacional (FMI) en toda América Latina.

Para su primera campaña electoral, Rafael Correa fundó el movimiento Alianza PAIS (Patria Altiva i Soberana) y propuso un referéndum para una Asamblea constituyente que redactase una nueva Constitución. Ganó. Y en su discurso de toma de posesión anunció con claridad cuál sería su proyecto para Ecuador: “La lucha por una ‘Revolución Ciudadana’, consistente en el cambio radical, profundo y rápido del sistema político, económico y social vigente”.

Y cumplió su promesa. Lo que le valió, el 30 de septiembre de 2010, una tentativa de golpe de Estado que a punto estuvo de costarle la vida (2). Pero también le deparó el apoyo arrasador de la mayoría de los ecuatorianos. Entre elecciones y referendos, la del 17 de febrero es la novena victoria en las urnas de Rafael Correa. De tal modo que este joven presidente, que aún no ha cumplido los cincuenta años (nació en abril de 1963), se ha convertido en uno de los líderes indiscutibles de la nueva América Latina. En sus seis años de gobierno, “refundó –como dice él– la patria” con la nueva Constitución (aprobada por referéndum en 2008), inició la era del ‘Buen Vivir’ (3), renegoció con éxito la deuda externa de su país y frenó los estragos del neoliberalismo confiriéndole al Estado un papel decisivo en lo económico y lo político. Ahora, su mandato irá hasta 2017, y entonces cumplirá una década en el poder.

Nos encontramos con él, en Quito, unos días antes del escrutinio. En una reunión con los observadores independientes internacionales invitados por el Consejo Nacional Electoral (CNE) para dar testimonio de la pulcritud democrática de la elección (4).

Con el objetivo de consagrarse plenamente a la campaña y no ser acusado de usar bienes públicos, Rafael Correa decidió descargarse de la función ejecutiva de la Presidencia y solicitar a la Asamblea nacional una licencia de 30 días durante los cuales esa función sería ejercida por el vicepresidente Lénin Moreno. Un rasgo de honradez política que, a escala internacional, resulta insólito y ejemplar. Ninguna ley lo conminaba a ello. Excepto su propia exigencia ética.

Empieza su conversación citando a Eloy Alfaro (5): “No buscamos nada para nosotros, todo para el pueblo”. “Aquí –añade Correa– ya no manda el FMI, ni la oligarquía; aquí ahora manda el pueblo. Y si éste nos apoya es que hemos hecho lo que prometimos: escuelas, hospitales, carreteras, puentes, aeropuertos... A pesar de las campañas mediáticas de deslegitimización contra nosotros y de los ataques de una prensa sin escrúpulos, vamos a ganar estas elecciones –las más democráticas y transparentes de la historia del Ecuador– de manera arrolladora. Pero no las vamos a ganar para recrearnos en el éxito; las vamos a ganar para gobernar mejor y para ahondar los cambios que venimos impulsando”.

En sus seis años de gobierno, Rafael Correa ha transformado efectivamente su país. Como ningún otro gobernante ecuatoriano antes que él. Cuatro indicadores económicos resumen, mejor que mil palabras, el triunfo de su política: en toda la historia de Ecuador, la tasa de inflación nunca fue más baja; el crecimiento nunca tan elevado; el desempleo tan reducido y el salario real tan alto. Los emigrantes que, huyendo del derrumbe español, regresan a Ecuador sienten mejor que nadie el nuevo bienestar económico. Constatan que se acabó el caos, el desmadre y la fragmentación política; que hay estabilidad y equidad social con dignidad; un gobierno de verdad que ha disciplinado a las clases pudientes; un gobierno de izquierdas pero desprovisto de los excesos ilusorios del izquierdismo palabrero; en suma, un gobierno de izquierdas que está tranformando para siempre el Ecuador.

Bastaba pasearse por las calles de Quito o de otros lugares del país, asistir a algún mítin del presidente Correa para sentir el excepcional efecto de su carisma, el fervor de la gente, la bulliciosa adhesión popular a su persona, a su programa y a los principios de la “revolución ciudadana”.

“Aquí –dice Correa– todo se había convertido en mercancía. Mandaban los bancos y los inversores extranjeros. Se había privatizado la sanidad, la enseñanza, los transportes,... ¡todo! Eso se terminó. Volvió el Estado y ahora garantiza los servicios públicos. Estamos invirtiendo el triple en presupuestos sociales, salud, escuela, hospitales gratuitos.... Hemos acabado con el neoliberalismo. Una izquierda moderna no puede odiar el mercado, pero el mercado no puede ser totalitario. Por eso hemos cambiado radicalmente la economía, ahora es la sociedad la que dirige el mercado y no lo inverso. El ser humano es lo primero, antes que el capital. Cambiamos la ley de hipotecas, que era igual que la española, y pusimos fin a los desahucios. Dijimos: ‘¡No pagamos la deuda!’, y conseguimos rescatarla por el 30% de lo que nos pedían. Hoy Ecuador es la economía que más reduce la desigualdad. Queremos vencer la pobreza. Hemos consolidado los derechos laborales de los asalariados y acabado con la tercerización, esa forma de esclavismo contemporáneo. Estamos haciendo una ‘revolución ética’, combatiendo la corrupción con mayor ahinco que nunca y con una consigna fundamental a todos los niveles: ‘¡Manos limpias!’. Ya no se permite la evasión fiscal. Nuestra revolución es también integracionista y latinoamericana porque estamos decididos a construir la Patria Grande soñada por Bolívar. Es asimismo una revolución ambiental. Nuestra Constitución es una de las pocas en el mundo –quizás la única– que reconoce los derechos de la naturaleza. Como lo digo a menudo: no estamos viviendo tiempos de cambio, sino un cambio de época. No se trata de superar el neoliberalismo, se trata, sencillamente, de cambiar de sistema. Y ese cambio exige la modificación de la relación de poder. Ir hacia un poder popular”.