No hemos aprendido nada.
Pablo
Picasso tras visitar las cuevas de Lascaux.
La
reciente supresión del Bachillerato de Artes Escénicas en España, unida a la
eliminación del primer curso del Grado de Conservación y Restauración en tres
de las Escuelas de Arte de Castilla y León, me llevan a concluir que la clase
política española se ha tomado demasiado al pie de la letra el aforismo de
Oscar Wilde, según el cual todo arte es
completamente inútil. Tosca lectura de un artista que durante toda su vida
cultivó la provocación y la paradoja y, cuya obra, por cierto, sigue siendo
extraordinariamente leía y vendida en el ancho mundo.
De
las decisiones gubernamentales para los recortes en educación artística cabe
deducir que, en tiempos de crisis, es necesario recortar en una enseñanza
superflua, para salvaguardar campos más útiles como la educación
científico-técnica. Sin embargo tal valoración es errónea, ya que para el
gobierno lo superfluo no es la educación artística, sino toda la educación y la
cultura en general, ya que toda ella ha sufrido severos recortes en el último
año. Lo necesario, por el contrario, parece ser el incremento de intereses
particulares y privados, en perjuicio de los servicios públicos.
Para
compatibilizar los intereses educativos, tanto científicos, como humanísticos y
artísticos, mi intención en este artículo es demostrar la utilidad del arte y
las humanidades a través de la que quizá sea Historia de la Técnica más completa
escrita hasta nuestros días, El mito de
la máquina y el Pentágono del poder de Lewis Mumford (1895-1990). Para
empezar, es significativo que una obra
señera mundialmente en los estudios sobre la tecnología, escrita en 1967, no haya
sido publicada en España hasta 2010, lo cual da buena cuenta de la calidad
educativa tecno-científica de nuestro país. (Está editada por la editorial Pepitas de calabaza, cuyo lema es “una editorial con muchas luces pero con
menos proyección que un cinexín”, lo cual muestra también la situación de
estrechez de recursos con la que las instituciones públicas premian a editores
y traductores que nos proporcionan una de las obras más granadas del
pensamiento filosófico y científico del siglo XX).
Mumford
aporta numerosas pruebas de que nuestra visión de la prehistoria está lastrada
por numerosos prejuicios derivados de nuestro tiempo, cuya evolución
tecnológica se ha disparado exponencialmente en los últimos dos siglos, y aún
más en los últimos cincuenta años. Así, hemos hipertrofiado el papel del desarrollo
técnico en la evolución de los homínidos, centrándonos en la visión del Homo faber, en detrimento de otras
destrezas y aprendizajes, tanto o más decisivos en la formación de nuestra
humanidad.
Afirma
Mumford que el desarrollo técnico trascurrido entre el Homo habilis y el Homo
sapiens (y de los pueblos “primitivos” actuales) fue comparativamente muy modesto en relación con la complejidad
lingüística y de reglamentación social que se observa hoy en cualquiera de esos
pueblos “primitivos”. Quiere esto decir que en los dos millones de años
(bastante más que un mandato electoral) transcurridos entre el Homo habilis y los Homo sapiens prehistóricos, nuestros antepasados debieron dedicar
la mayor parte de su tiempo a algo mucho más importante que el perfeccionamiento
en la fabricación de herramientas.
Por
fuerza, la evolución de la animalidad no humana a la humanidad hubo de estar
acompañada de traumáticos cambios en el mundo psíquico interior, especialmente en
el mundo de los sueños, donde no estaban vetadas (ni lo están) las pulsiones de
la violencia y el incesto. Nuestros ancestros hubieron de dedicarse con mucho
más esfuerzo a controlar, codificar, y ritualizar esos impulsos que a la
fabricación de herramientas, cuya importancia se hipervalora en nuestros días.
En esta tarea de controlar los caprichos del mundo onírico nació el arte y la
reglamentación del lenguaje oral. La observación de la naturaleza, y de los
rituales animales que codificaban el enfrentamiento intraespecífico, sin llegar
a la violencia, dieron paso a la música y a la danza, imitando el trote de las
manadas y los rituales de apareamiento de aves y mamíferos.
Es
decir, en un primer momento, mucho antes de Adán, la música y la danza
sirvieron para codificar y ritualizar unas pautas conductuales y lingüísticas
que ayudaron a evitar la violencia intragrupal, y, por ende, a garantizar la
supervivencia de la especie. Las manifestaciones artísticas de Altamira y
Lascaux, de una calidad suprema, muestran cuanto había sido el progreso artístico de nuestros antepasados a lo largo
de decenas o tal vez de centenares de
miles de años, en contraposición con la modesta técnica del ser humano de hace
30.000 años, e incluso de comienzos del neolítico hace 10.000 años.
Estos
esforzados hombres y mujeres que hicieron posible la supervivencia de la
humanidad (no me cabe duda que con unos recursos inferiores a los que
disponemos ahora) dedicaron su tiempo a lo prioritario, la codificación
conductual (ética), y codificación lingüística, apoyada en el arte (ritualización,
expresión y exorcización), dejando en un segundo plano el desarrollo técnico.
Como afirma Marshall Shalins en su Economía
de la Edad de
Piedra, sus resultados les avalan, de hecho hoy seguimos aquí,
sobreviviendo. Entonces, con una economía y tecnología mucho más modestas se
satisfacían de modo más generalizado las necesidades de la población
(recuérdese que actualmente mueren 40 millones de personas por causas evitables
relacionadas con el hambre en el mundo, en la prehistoria no hubo ningún genocidio
similar).
Mumford
en su tesis principal del libro advierte de que la primacía de la técnica sobre
el arte y la ética se produjo con las primeras grandes civilizaciones antiguas
(Egipto y Mesopotamia), y que la gran invención de estas civilizaciones no fue
ninguna máquina en particular, sino la megamáquina, es decir la subordinación
del individuo a los intereses del poder de las monarquías absolutas, lo cual
llevó a una acusada jerarquización social, a la esclavitud y al militarismo, en
favor de los intereses de una casta político-religiosa dominante que
justificaba su dominio en la exclusividad del conocimiento proveniente de
fuentes divinas. Fue también desde entonces, cuando el arte adquirió una
función de propaganda política inédita hasta entonces. (Conviene recordar que
en este aspecto propagandístico no existen los recortes en el arte, como
ejemplifica la escultura futurista de gran coste económico erigida al señor
Fabra junto al aeropuerto de Castellón).
Por
último, el gran humanista norteamericano subraya la superioridad en la
utilización eficiente de los recursos físicos, humanos y psíquicos de las
sociedades prehistóricas, que en tiempos de agudas crisis antepusieron la
creación de normas comunes a través del lenguaje y del arte, frente a las
sociedades actuales, cuya hipertrofia técnica a veces civilizatoria, muchas veces
contraproducente (bombas nucleares, bombas de racimo, bombas inteligentes,
minas antipersona, misiles, muertos de hambre y de sed en un mundo de
abundancia, etc.) pone en riesgo nuestra supervivencia como especie. Frente al
vertiginoso desarrollo tecno- científico, no se ha desarrollado ningún
contrapeso en unas normas morales, a las que puede también contribuir el arte,
frente a la megamáquina neoliberal capitalista de la que más la mayoría de la
humanidad somos víctimas, de forma creciente
No
nos creamos más civilizados, ahí están los actuales náufragos de la
megamáquina, como en las primeras civilizaciones de ésta (Egipto, Mesopotamia)
en la que el conocimiento venía directamente de los dioses y no podía ser
discutido. Lo mismo sucede hoy con conceptos de la intrincada e irreal economía
financiera que dicen sólo comprender ellos, y que parecen ser salidos de la
“mano invisible de un Dios” de una megamáquina a la que estamos subordinados,
para justificar el socorrido “es la única opción”. Los centenares de miles de
años de supervivencia de las gentes sin apenas recursos de la
Edad de Piedra contrastan con una sociedad hipertecnológica
que destruye apresuradamente la naturaleza
y que amenaza con destruirse a sí misma cualquier día. El apocalipsis es hoy
algo cotidiano, como el telediario o la quiniela.
El hombre está condenado a ser
libre decía Sartre, todo aquel que viva una vida humana,
como sabe cualquier filósofo, artista, y gente con sentido común, sabe que en
la vida hay más de una opción. Los que afirman lo contrario, como el presidente
del gobierno o el ministro de educación, tal vez desconozcan en qué consiste la
naturaleza y la cultura humana.
Quienes llevan el timón de la megamáquina desprecian
su humanidad (el conocimiento de las generaciones anteriores y su infancia, en
la que la pintura les ayudó a comprender y a representar la realidad, antes de
comprender los intrincados conceptos de los que tanto se ufanan), se comportan
como seres inhumanos, ya que, a tenor de sus políticas, han perdido la cualidad
de la empatía, (cualidad prehumana presente en muchas especies de primates y
cetáceos, según la cual alguien puede sufrir por el dolor de los demás) y
aspiran después de cuatro u ocho años a situarse en una post-humanidad, un
futuro paraíso al que no escatiman ningún recurso presente, sacrificando a las
generaciones futuras con la devastación ecológica y deudas impagables.
Como afirmaba Picasso en Lascaux, no hemos aprendido nada. Tal vez, a
falta de educación artística y humanística, nos suceda como al personaje de la Canción del comerciante de Bertolt Brecht:
¡Yo qué sé lo que es un hombre!
¡Yo qué sé quién lo sabrá!
Yo no sé lo qué es un hombre,
No sé más que su precio.
José
Alberto Cuesta Martínez (1976) es Licenciado en Humanidades, Doctor en Medio
Ambiente y Ciencias Sociales por la Universidad de Salamanca, y profesor de Historia
e Historia del Arte en la
Escuela de Arte Mariano Timón de Palencia. Es autor de Filosofía cínica y crítica ecosocial (Ediciones
del Serbal, 2006) y Ecocinismos (Biblioteca
Buridán, 2011).
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