Mario España Corrado – ATTAC Castilla y León
Los pueblos no actúan como sujetos puros, sino como bloques contradictorios, que frecuentemente en la historia traicionan sus reivindicaciones más profundas.
Enrique Dussel
Sin olvidar la afirmación de Ramonet, de que publicidad, sondeos y marketing son “técnicas de persuasión que tienen por objeto permanente la domesticación de las mentes” señalaré una reciente encuesta del CIS –naturalmente muy discutida por el PSOE- que reafirma otra anterior de La Sexta, donde se informa que el PP, tras meses de caída en intención de voto, vuelve a aumentar ligeramente. ¿Sorprendente? No. Y sin embargo, en medio del sinfín de noticias habituales referentes a “la que está cayendo” aquí y ahora, debería serlo. Porque ¿verdaderamente existe un segmento de población que considera que la situación está bien encaminada y mejorando? ¿Verdaderamente tal sector –que, no lo olvidemos, forma parte del “nosotros” nacional- recibe y aprueba “eso que cae”, como si de auténtico maná celestial se tratara?
En realidad, poco queda ya capaz de sorprender. Desde estas mismas páginas, otros compañeros han pasado del asombro a la estupefacción y la incredulidad ante la diaria constatación de que, lo que no “cae” nunca, es la gota que desborde el vaso. O los vasos, pues hay varios diferenciados. Hay uno que, en un “antes” idealizado, logró ser copa de fino cristal. Es la de aquellos que luchan, sí, pero para volver atrás (sin acertar siquiera a comprender qué les está sucediendo, por qué, y quiénes son los verdaderos responsables). Si son tercera edad, ansían regresar a los años dorados del pacto trabajo-capital (aunque en España se vivieron solamente cuando ya se aproximaban a su final). Si son más jóvenes o más modestos, al 2006, antes de que “todo” comenzara.
¡Ah, qué poca memoria tenemos! ¿Fueron esas realidades tan apetecible? ¿No había entonces injusticias, miseria? Las profundas desigualdades que ahora denunciamos no nacieron con la crisis ni con el neoliberalismo: estaban implícitas en aquel pacto y actuando, aunque disimuladas, incluso en los momentos más “dorados”. Son inherentes al capitalismo, inseparables por siempre de él. Y qué alto precio están pagando ahora los trabajadores por esa pasada bonanza, que debilitó su conciencia de clase. ¿Qué gota, oleada, inundación requiere ese cristal para comprender que aquel momento histórico está radicalmente terminado? (Cuidado; es riesgoso querer avanzar mirando hacia atrás; uno puede tropezar y caerse.) Y luego está el vaso que siempre fue vidrio, artesanal o producido industrialmente; el buen, sólido, resistente vaso de una gran mayoría. ¿Cómo es posible que se quiebre o se vacíe antes de derramarse?
Mencionaba recientemente Josep Fontana, como característica de este inicio de milenio, esa callada aceptación y sometimiento al poder por parte de un sector considerable de la ciudadanía, “de tal manera que parece que nos lo pueden vender todo, y lo compramos, aunque no estemos de acuerdo.”¿Por qué? ¿Miedo? En muchos casos, seguramente; temor paralizante al cambio radical en el modo de vida al que nos habíamos acostumbrado; a lo desconocido que puede venir después; a perder lo poco que nos va quedando. Pero también por el desconocimiento de la auténtica realidad y lo que de verdad puede venir –está viniendo ya- como consecuencia. Y por la culpa que el sistema descarga inmisericorde sobre nosotros para que aceptemos la “expiación”. O la falsa esperanza que despliegan ante nuestra desesperada necesidad de creer: “brotes verdes” y futuros “que asombrarán al mundo”. Hay sin duda muchos porqués para tanto desconcierto, para esa pérdida de conciencia de nuestro poder como clase, y de la necesidad y el modo de mantenerlo.
¿Qué hacer entonces con tantos vasos que parecen sin fondo? ¿Cómo podríamos colmarlos de confianza en sí mismos, de determinación, o de ese fermento de valor que brota, en lo más hondo de un miedo visceral, cuando lo descartamos a fuerza de conocerlo y asumirlo? La respuesta, mi amigo, no está escrita en el viento, y no creo que pueda haber sólo una. Como el problema, la solución probablemente ha de ser múltiple y debemos buscarla a tientas, sin ninguna certeza de dónde, cómo o cuándo.
Pienso ahora solamente en que la razón de que un poder sea acatado, es menos la violencia de su represión que su capacidad de seducir o convencer con sus argumentos, por falsos y tergiversados que a nosotros nos parezcan; un discurso amañado que forma parte de una cuidadosa estrategia perfeccionada durante decenios; un montaje profundamente mentiroso y amoral, pero que utiliza todos los ardides de la psicología de masas y la religión para persuadir y por lo tanto ser obedecido. El poder es una relación de fuerzas que reside en la propia sociedad, objeto del engaño tanto como sujeto de su aceptación o rechazo. Todo ser humano, inmerso en tal esquema de relaciones, decide la dirección a tomar. Elige siempre, por acción o por omisión; aún cuando no tenga conciencia de estar optando, y también cuando se deja seducir.
Si la construcción de una sociedad mejor ha de ser tarea de todos nosotros, es imprescindible despertar las conciencias y movilizar también a los añorantes del pasado, los atemorizados o indecisos, los que se autosojuzgan o están presos en las fabulaciones del sistema. Deberemos analizar y desmontar ante ellos todas y cada una de sus trampas de modo que puedan replantearse sus opciones con pleno conocimiento. Si podemos creer aún en la pujanza revolucionaria de la verdad, ahora es cuando verdaderamente necesitamos que ella se revele. La forjaremos como arma. ¿Con qué otra podríamos contar en esta labor? Informar constantemente, mostrar, explicar. Desarrollar el espíritu crítico -el nuestro y el de todos- llevándolo a una concepción distinta, nueva de las cosas para, superando el desorden personal de cada uno –espejo del de la sociedad entera- podamos acceder a una reacción en cadena hacia la liberación.
Explicar -¡y convencer!- para luego unirnos en la guerra común. Preguntémonos entre todos por el tipo de mundo en que deseamos vivir y, luego, determinémonos a luchar por él. Acotemos y definamos el campo de batalla, el enemigo primordial y sus acólitos, la bandera y consignas que enarbolaremos y el por qué de nuestra lucha. Y tengamos siempre en cuenta que, si el cambio no es profundo, será apenas un emplasto, un parche, nada.
Podemos hacerlo. ¡Debemos! Pues lo contrario significaría un sufrimiento sin límites. Caer en combate –no hay certezas- es tolerable; retirarse, no.
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