27/11/2015 por Ferran P. Vilar
Muchas
personas conocedoras del problema climático saben, o intuyen, que la
gravedad de la situación es muy superior, y sus consecuencias mucho
peores, que lo que puede deducirse de las informaciones y humor de los
medios de comunicación generalistas. Sospechan además, con fundamento,
que el contenido de los informes del IPCC constituye una muestra de
conservadurismo científico favorecido por la supuesta necesidad de no
alarmar y presionado por la influencia del negacionismo organizado (1,2).
Pero pongámonos institucionales por un momento y examinemos qué
opciones dice creer el “establishment” de la UNFCCC [United Nations
Convention Framework on Climate Change] que le quedan a esta
civilización global para evitar su propia autodestrucción por la vía
climática. Partamos pues de los datos “oficiales” y veamos qué margen de
maniobra ofrecerían si fueran ciertos.
La posición de partida, desde la
cumbre de Durban de 2011 y cuyos orígenes se remontan nada menos que a
la cumbre de Rio de 1992, sugiere que la temperatura media de la Tierra
no debe ser superior en +2 °C al promedio preindustrial (3).
Por su parte, los datos “oficiales”, sustanciados en los informes del
IPCC, asumen que, con el fin de jugar a alcanzar esta meta con el 66%
de probabilidades (que corresponden al literal likely, según la
terminología del IPCC), la cantidad máxima de CO2 vertido a la
atmósfera entre 2011 y 2100 no debe ser superior a 1 Tt CO2 (1
teratonelada de CO2, o mil billones de kilos) (4).
Esto lleva a que, para no superar este (supuesto) máximo permitido,
sólo nos sea posible verter 650 Gt CO2 a contar desde 2015. Esta es la
situación de partida de la COP21.
A partir del último Informe de Síntesis del IPCC se ha calculado con
todo rigor que intentar esto requiere nada menos que comenzar a reducir
las emisiones inmediatamente (ya vamos tarde), que el ritmo de reducción
sea ya del 10% anual en 2025 (!), y que ese ritmo de reducción del 10%
sea mantenido durante 25 años, de forma sostenida (!!), de manera que
las emisiones sean virtualmente cero en 2050 (5).
Todo ello en referencia solamente a las originadas en el sistema
energético mundial, alimentación y transporte incluidos. Otras fuentes,
como la deforestación o la producción de cemento, deberían hacer
esfuerzos equivalentes.
Eso es en promedio, de modo que los países más ricos o
industrializados deberían hacer un esfuerzo todavía mayor, y no digamos
aquellos individuos, comunidades o condominios con un nivel de vida
superior al promedio de cada país. Todo ello siempre que estas
contribuciones a la respuesta no tengan en cuenta las emisiones
históricas, a saber, la responsabilidad real de cada uno al estropicio,
también la del pasado. De ser así, muchos de nosotros tendríamos que
estar ya en emisiones negativas.
¿Se puede?
Pero volvamos a la factibilidad global de la respuesta aparentemente
necesaria. Reducir las emisiones un 10% anual, sólo del sistema
energético, es una auténtica barbaridad. Reducciones de emisiones del
orden del 5% sólo se han dado, en el pasado, en Francia entre 1980 y
1985, cuando sustituyó buena parte de la energía procedente del carbón
por un parque nuclear monumental (6) – acción que ahora sabemos ya inútil por la llegada del pico del uranio (7).
En todo caso no supuso reducción alguna de la energía neta a
disposición de la sociedad. O tras el colapso de la Unión Soviética
durante unos cinco años, con las consabidas reducciones drásticas en la
esperanza de vida de sus habitantes (8) o incluso de la vida animal (9)
pues, entonces sí, la energía disponible se redujo en gran medida.
También vieron reducido su aporte energético los países denominados
“satélites”, por ejemplo Cuba o Corea del Norte, pero con resultado
desigual – como veremos.
Lo
cierto es que una reducción de esta magnitud, y sostenida durante tanto
tiempo, si bien es técnicamente necesaria, produce un quebranto
fundamental en toda sociedad que lo intente, sin que dispongamos – por
ahora – de modelos de sociedades alternativas políticamente viables a
gran escala. Por tanto, es de prever que eso no va a ocurrir, desde
luego no voluntariamente. Es pues preciso explorar otras alternativas.
Si algo caracteriza el rumbo que ha tomado la modernidad es el
imponente desarrollo de la tecnología. Así, muchas personas, y todos los
organismos e instituciones, acuden a este terreno en busca de
respuestas. Es bien legítimo sospechar que el recurso al mismo
instrumento que ha causado el problema no vaya a hacer sino complicar
las cosas todavía más. Pero también es posible explorar esta respuesta
siempre que tengamos presente que, como decía el sabio, cuando sólo se
tiene un martillo, todo parecen clavos. Veamos pues someramente qué
puede aportarnos este camino.
Las respuestas tecnológicas que se manejan y las únicas que cuentan,
al decir de algunos, con cierto grado de verosimilitud de cara al
objetivo de los 2 °C, son básicamente dos: 1) la generación de energía a
partir de la biomasa (árboles y plantas) con captación y almacenamiento
del CO2 generado (geoingeniería light); y 2) la denominada “gestión de
la radiación solar” (geoingeniería hard), emulando el efecto de
apantallamiento de los aerosoles de azufre emitidos por las erupciones
volcánicas, singularmente las explosivas. Examinémoslas someramente.
Quemar y enterrar biosfera
Si no deseamos emplear el resultado de un proceso digamos industrial
(aunque realizado por la propia naturaleza) de concentración de energía
procedente de la fotosíntesis del pasado, a saber, los combustibles
fósiles, para no añadir más carbono a la atmósfera, podemos usar la
capacidad de fotosíntesis del presente para absorber el carbono de la
atmosfera actualmente en exceso, mediante los seres ahora vivos o
todavía por nacer. Pero ahora con la condición de que el CO2 generado –
inevitablemente – tras su incineración con fines energéticos sea
confinado en algún sitio, en principio para toda la eternidad, un poco
como ocurre con los residuos nucleares. Idealmente, lo mismo podríamos
hacer con la combustión de cualquiera de los combustibles fósiles –
carbón, petróleo o gas natural – con la única diferencia de que no
estaríamos retirando previamente carbono de la atmósfera para después
enterrarlo.
Pero la generación de energía
eléctrica a partir de la biomasa con secuestro del CO2 (BECCS, BioEnergy
with Carbon Capture and Sequestration) presenta todos los problemas de
la generación con biomasa y todos los problemas del CCS. Los de la
biomasa tienen que ver con su coste excesivo, que no es otra cosa que la
materialización de una tasa de retorno energética (TRE) bajísima,
inferior a la unidad en muchos casos (10,11).
Y es que suponer que podemos producir gratis lo que la Tierra ha
necesitado millones de años en concentrar es de una arrogancia
antropológica excesiva. Todo ello sin contar con que la competición de
estas plantaciones energéticas con las destinadas a la alimentación iría
sin duda en detrimento de estas últimas (12).
Pero vamos a suponer que esto de la biomasa funciona, que ya es
suponer, y que puede funcionar a escala masiva, lo que sin duda es
suponer demasiado. Solo para poder seguir con el razonamiento BECCS.
Preguntémonos ahora por el secuestro de CO2, sobre el cual bastará
con tener en cuenta dos cuestiones principales, que llevan a una
conclusión. Una, que para ese proceso de almacenamiento – subterráneo o
suboceánico – tenga lugar se requiere desde luego una energía adicional,
que puede llegar a ser del 80% de la energía de base (13),
y que desde luego habrá que generar supongamos, por simplificar, que
toda ella en la misma instalación. Luego ya vemos que el rendimiento de
la planta va a disminuir, porque para entregar la misma energía que
antes al sistema eléctrico habré tenido que producir más energía que sin
todo el montaje necesario para el almacenamiento. Otra, que el
porcentaje de gas carbónico captable, conducible y almacenable sin
fisuras (o sea permanentemente) está hoy todavía lejos del 100% (14).
Nos damos cuenta aquí de un límite. ¿Qué ocurre si consigo enterrar
una cantidad de CO2 que no alcanza a ser la que corresponde a la
generación en exceso que he tenido que realizar precisamente para
almacenar el gas? Pues que mejor que no haga nada, porque estaré
entregando la misma energía al sistema eléctrico y emitiendo más CO2 que
antes, entre otros inconvenientes no menos onerosos.
Pues bien. Tras muchos años de investigación, plantas piloto, y
decenas de miles de millones de euros, dólares y demás destinados a este
campo CCS, este umbral no ha sido superado (15).
Muchos proyectos han sido abandonados al haberse convertido en un
sumidero inacabable de dinero, sin perspectivas de mejora suficiente (16).
Algunos se mantienen todavía gracias a fondos públicos en grandes
cantidades, requiriendo revisiones permanentes de presupuesto (17).
Pero recuerde: si en algún momento ve que una instalación ha tenido
cierto éxito tecnológico, no dé el problema por resuelto. El problema
seguirá residiendo en la necesaria escalabilidad, en su despliegue
masivo.
Gestionar la radiación solar
De la otra tecnología en la reserva, la “gestión de la radiación
solar” (SRM: Solar Radiation Management) ya ni le hablo, y no sólo por
no alargarme demasiado (traté este tema aquí).
Muchos científicos se han referido, ya desde los años 50, al vertido
masivo de gases de efecto invernadero a la atmósfera como un experimento, sólo que a escala planetaria (18).
Tal como ellos nos advirtieron, el invento ha salido mal, y ahora
queremos reparar el desarreglo con experimentos de mayor calado todavía y
para los que no disponemos, ni podremos disponer nunca, ni de
prototipos para hacer pruebas, ni de margen de aprendizaje suficiente,
ni tan sólo de un lugar adonde huir si no funcionan.
De modo que con una tecnología (BECCS) en el mejor de los casos o
dejamos de cultivar alimentos o no le hacemos al sistema climático ni
cosquillas, y con la otra (SRM) corremos el riesgo de arañarlo hasta tal
punto que se nos desangre a ojos vista, no sin antes revolverse
furiosamente contra todos nosotros.
Por lo demás, querido lector, le supongo mínimamente familiarizado con las limitaciones de las energías alternativas (19). Efectivamente, todas las energías llamadas renovables
comienzan a presentar problemas a partir de cierto punto de su
necesaria escalabilidad, en forma de interacciones excesivas entre sí y
con el entorno, y de rendimientos decrecientes, cuando no de escasez de
los materiales necesarios. Su baja densidad energética es también un
hándicap insuperable (20),
y la reducción de la tasa de retorno energética por debajo de la unidad
cuando se implantan acumuladores para contrarrestar su intermitencia no
las hacen aptas para sustituir a los combustibles fósiles a la escala
necesaria para mantener el orden actual (21).
Además no hay todavía un acuerdo
suficiente entre la comunidad científica sobre cuál pueda ser la
cantidad máxima de energía concentrable por unidad de tiempo con el uso
de estos equipos, pero todo apunta a que no sólo es menor que la que
actualmente nos suministran los combustibles fósiles, sino mucho menor (22).
Así, cuando oiga hablar de “un 100% renovable” frunza el ceño primero, y
pregúntese después a qué cantidad de watios sin interrupción
corresponde ese 100%.
Está bien como meta, y algún día será así sin duda. La lucha por las
energías renovables es de las que más sentido tienen en la actualidad.
Pero de ahí a creer que pueden sustituir a las fósiles, o más o menos,
hay un trecho físicamente insuperable. No le dé más vueltas: la energía
neta a disposición de la sociedad, renovable o no, aquello que hace que
las cosas funcionen, que nosotros funcionemos, es ya menguante y lo será
cada día más. Ello equivale a que la capacidad de carga de la Tierra,
ese “ghost acreage” del que hablaba William Catton (23), disminuya inexorablemente.
Lo que hay bajo la alfombra
Hemos visto los caminos oficiales, los que serán venteados por los
medios de comunicación sin matiz ni letra pequeña ninguna en relación a
París 2015. Nos hablarán de un “desacoplo” entre la actividad económica y
la energía – sólo posible a nivel global si alguna vez dejan de
cumplirse las leyes de la termodinámica; nos hablarán de transiciones
hacia energías verdes o bajas en carbono mediante la
implantación de impuestos que no superan las propias fluctuaciones en
los precios de los combustibles fósiles. Pero en ningún momento se
cuestionará el crecimiento, auténtico tabú comunicativo de
nuestros días y resultado del dominio totalizante del mercado y del
sistema financiero sobre todos los órdenes de la vida. Se querrá
mantener la ilusión del “incrementalismo escapista” (24),
pues la radicalidad de las acciones necesarias queda bien fuera de la
conservadora agenda mediática y de unas instituciones internacionales
pensadas sólo para cuando se creía que todo crecimiento era bueno.
En todo caso es fundamental saber que, para llegar a ese escenario oficial, y proponer estas soluciones oficiales, ha habido que realizar distintas suposiciones, muchas de ellas heroicas – o sea, rayanas en lo inverosímil.
La primera suposición consiste en creer que lo que es técnicamente
viable lo es también económicamente, o es política y socialmente
aceptable. En principio, mañana mismo podríamos dejar de verter todo gas
a la atmósfera salvo nuestra propia respiración. Pero, sin más
preámbulos, moriríamos (casi) todos de sed o de hambre en pocas semanas.
Reducir las emisiones al 10% anual supone en todo caso reducir también
en gran medida la cantidad de energía neta a disposición de la sociedad.
Lo cual, sin más preámbulos, produciría asimismo una importante
reducción de la población. Pero cuidado, porque hay maneras distintas de
hacer las cosas, en función del criterio ético que se priorice y de la
importancia que se le otorgue. El caso de Cuba es paradigmático a este
respecto: su “periodo especial”, consecutivo a la caída de la URSS en
1989 y por tanto a la drástica reducción de sus suministros energéticos,
evitó los decesos al máximo, y concluyó con una reducción promedio de
la masa corporal de la población de 7 kg (25). En los demás lugares murieron millones de personas, también en Corea del Norte (26).
Hay una segunda suposición, y es que en todo lo anterior no se han
considerado otros gases de efecto invernadero distintos del CO2, ni
tampoco la pérdida de apantallamiento (efecto de enfriamiento)
resultante de la reducción de los aerosoles de azufre que origina la
combustión del carbón. El forzamiento climático conjunto resultante de
todos los gases de efecto invernadero distintos del CO2 de origen
antrópico es comparable en orden de magnitud al del propio CO2. Por otra
parte, la reducción de la combustión del carbón produciría una
disminución de los aerosoles de azufre capaz de provocar un aumento de
la temperatura media de la Tierra entre 1 y 3 °C (27).
La tercera suposición está relacionada con la afirmación de que dos
grados más son “soportables”, “seguros”, o casi. Esto se lo he oído
decir a personas relevantes, bien informadas, añadiendo que eso es “lo que dice la comunidad científica”.
Querido lector, esto es falso. Esto no sólo no lo dice la comunidad
científica, sino que esta misma comunidad dice exactamente todo lo
contrario. A diferencia de lo que se suele creer, esta es una posición
meramente política, sin respaldo científico alguno (28). Puede ver la historia económico-religiosa de los famosos 2 grados aquí.
Lo que dice la comunidad científica es que una temperatura media de
la Tierra dos grados superior a la preindustrial corresponde a un nivel
del mar 15-25 metros superior al actual – una vez el planeta haya
alcanzado un nuevo equilibrio, como ocurrió en los últimos
interglaciares (29).
Lo que dice la comunidad científica es que dos grados más respecto a la
temperatura preindustrial hacen que la mayoría de los denominados
“cinco motivos de preocupación” de la figura entren en zona roja. Lo que
en realidad dice la comunidad científica es que 2 °C son en realidad la
frontera entre el cambio climático peligroso y el muy peligroso (28), y
que son una “receta para el desastre” (30).
De modo que, conocedores ya de las consecuencias, llevan años, décadas
incluso, advirtiendo que plantear este objetivo como “seguro” constituye
un engaño masivo de proporciones bíblicas además de una
irresponsabilidad de magnitud insuperable.
Todo esto lo dice la comunidad científica, al menos en privado, pero hoy sabemos ya
que esta comunidad, conservadora por naturaleza (y necesidad), está
sometida a un conjunto de procesos inherentes, y condicionantes
externos, que hacen que, cuando se manifiesta, lo haga siempre de forma
moderada, y casi siempre de forma muy moderada (31).
Son distintos los factores que influyen, y que fueron desgranados aquí
antes de que hubiera sido analizada con rigor la influencia y el marcaje
de la agenda científica por parte del negacionismo organizado, en el
efecto denominado seepage, o “filtración” (32).
Ya estamos acostumbrados a que cada informe del IPCC sea más alarmante
que el anterior en casi todas sus previsiones, por lo que podemos
preguntarnos cuántos empeoramientos más serán necesarios para que la
correspondencia entre lo afirmado y la realidad sea la correcta. Más
acostumbrados estamos todavía a que, cuando se realizan medidas in situ,
los resultados siempre sean “peores que lo esperado”, peores en todo
caso que las peores situaciones imaginadas en los informes. No es el
caso de la evolución de las emisiones, que se sitúa en el límite
superior de todos los escenarios considerados (33),
de modo que lo que no está todavía bien caracterizado es el propio
sistema climático. Aunque sí sabemos hacia qué costado cojea.
Y no es un problema estrictamente científico: vale la pena a este
respecto conocer la opinión de un insider, Kevin Anderson, del Tyndall
Centre for Climate Change Research de la Universidad of Manchester,
expresada en Nature, la revista científica de mayor prestigio mundial,
el pasado mes de octubre:
“Ocurre simplemente que nosotros los
científicos no estamos preparados para aceptar las revolucionarias
implicaciones de nuestros propios hallazgos, e incluso cuando lo
conseguimos somos reticentes a proclamar estos pensamientos
abiertamente. En cambio, mi longeva implicación con muchos colegas
científicos hace que no tenga ninguna duda de que, aun cuando trabajan
con diligencia, muchos eligen al final censurar su propia
investigación.” (34)
La censuran, ajustando parámetros, sin otro fin que el de entregar
resultados que sean asumibles por el paradigma económico-social
dominante, cuando lo que en buena lid deberían hacer es mostrar que el
problema es precisamente ese paradigma, dentro del cual no hay solución
posible.
Por otra parte, recuerde siempre que los 2 °C no son 2 °C solamente.
Este es el umbral a partir del cual se da ya por cierto que se activan, o
se habrán activado, distintos bucles de realimentación positiva del
sistema climático (35), algunos de los cuales sospechamos que en todo caso se han activado ya (36). Es decir, es la propia Tierra la que comienza a emitir CO2 y metano en cantidades comparables a las nuestras. Runaway climate change,
le llaman, sin que se sepa bien cuándo se detendría el proceso o bien
si acabaríamos como le sucedió a Venus hace algún tiempo.
Uno de los problemas del IPCC, si no el mayor, es que su Grupo III,
el de la mitigación, ha sido cooptado por los economistas neoclásicos (37),
incapaces estructuralmente de renunciar al crecimiento y condicionados,
al parecer de forma irreparable, a considerar, en grados diversos, que
el futuro vale menos que el presente. Y que imponen sus soluciones, que
son pues de base ideológica, con una apariencia intolerable de ciencia
rigurosa apantallada por un formalismo matemático de apariencia erudita.
Estos economistas, entre los que se encuentra el quintacolumnista del negacionismo organizado Richard Tol, famoso por sus duendes, pero donde hay que incluir también a economistas del cambio climático supuestamente confiables como Nicholas Stern
o William Nordhaus, hacen uso de unos modelos que, a estas alturas,
incluso ellos deben saber ya lo fraudulentos que son. Los denominados
modelos integrados económico-climáticos (IAM: Integrated Assessment
Models), no sólo cuentan con todos los inconvenientes de los modelos
clásicos de “equilibrio general” de los economistas del crecimiento, a
saber, valoración sólo económica de las cosas, de la naturaleza y de la
propia vida humana; inclusión de tasas de descuento del futuro, ahora a
largo plazo, de modo que, por ejemplo, nuestros hijos valen menos que
nosotros; además de fantasías tales como suponer que todos conocemos
todos los precios del presente y del futuro de todas las cosas. Aparte de
emplear por lo general versiones muy simples del sistema climático y no
digamos del ciclo del carbono, a estos modelos integrados se les
condiciona por la puerta de atrás, en silencio, con, entre otras
fechorías, los denominadas “pesos Negishi” (38).
Esto consiste en impedir que el orden en la posición relativa actual de
los países con respecto a su PIB se vea alterado como consecuencia de
la política climática, excluyendo de los resultados posibles aquellas
políticas que lo permitieran aún cuando fuesen más efectivas en términos
climáticos o económicos globales. El poder, el status quo, se cuela así
en las ecuaciones, cual espectro invisible que atraviesa los ya de por
si endebles muros de protección de los colectivos preocupados por el
bien común.
Así, bajo la benigna denominación de
“análisis coste-beneficio” y apariencia técnicamente neutra se oculta
una enorme cantidad de ideología limitante de la que nadie, o casi
nadie, se entera. No es pues de extrañar que estos economistas acaben tuneando sus
modelos con la inclusión de posibilidades meramente especulativas en
forma de emisiones negativas imaginadas o de experimentos de alto
voltaje – cuando no haciendo retroceder el tiempo (39)
– cuando se encuentran con que, aún con toda esa parafernalia añadida
que los separa de la realidad – siempre en el mismo sentido – los
resultados de los modelos siguen sin ser vendibles al poder
establecido. Bueno, ellos ya están acostumbrados a eso, no sienten
inquietud espiritual ni vergüenza alguna por ello. Pues el mercado remunera adicionalmentre estas prácticas.
La última de las suposiciones a las que me refería no se le habrá
escapado, querido lector, porque no es tal. Ya la he mencionado. Todo
ese montaje megalómano – que, suponiendo que fuera de posible
implementación, estaría condicionado a que esas suposiciones ocultas no
aplicaran – presenta una probabilidad de no alcanzar el objetivo de los
+2 °C, que sabemos ya que no es seguro, nada menos que de 1 sobre 3. Es
como jugar a la ruleta rusa con dos balas en el cargador. Añádale si
quiere otra bala y media o dos si quiere contar con todos los efectos y
suposiciones reseñadas hasta aquí. Este es el margen que nos queda y
que, llegados a este punto, sólo podremos dejar al albur del azar.
¿Decide usted que vale la pena jugar?
Obviar todo esto, por conveniencia política o interés económico, o
para no poner en peligro la financiación del departamento o la
credibilidad frente al establishment es uno de los mayores crímenes
imaginables, pues impide que la sociedad genere el momentum suficiente como para prepararse para el caso peor, que es lo que toda persona responsable debería estar promoviendo ya.
Llegar hasta aquí
Nada de esto, en definitiva, debería extrañarnos demasiado. Una
civilización que ha requerido de la violencia para iniciarse por la vía
de los cercamientos y la desposesión generalizada de bienes comunales;
una civilización que necesita, de forma inherente e inmanente, de la
expansión geográfica continua y acelerada sólo para su mantenimiento,
con o sin la aquiescencia de los invadidos; una civilización, una
especie, que ha decidido despreciar al resto de la biosfera y tiene la
arrogancia de querer dominarla para sus exclusivos fines; una
civilización así biocida, una especie y una civilización que permite
todo esto, y que encima va de arrogante por la vida y no se quiere dar
por enterada de este su lado oscuro, no debería extrañarse de que la
realidad se revuelva contra ella y amenace con liquidarla o lo haya
decidido ya.
Finalmente, la insistencia mediática en el peligro climático nos
podría estar ocultando un peligro mucho más inminente: la reducción de
la energía neta a disposición, no tanto voluntaria, como forzada por la
propia naturaleza al haberse superado ya los picos del petróleo, del
carbón, probablemente del uranio y estar en ciernes el del gas. ¿Sería
posible que esta situación permitiera una reducción de emisiones que
evitara el cambio climático peligroso? No, insisten los especialistas.
Las 550 ppm de CO2 están garantizadas con los combustibles extraíbles y
los dos grados de más serían superados en cualquier caso, pues se
alcanzarán como mínimo las 560 ppm (40).
Y no sería de extrañar que, cuando los fósiles escaseen un poco más que
ahora, nos dedicáramos a quemarlo todo para poder seguir alimentando
nuestra sedienta megamáquina.
Bueno, todavía queda la esperanza de que el sistema
económico se vaya al garete a corto plazo por insostenibilidad de la
deuda y no quede, como si la hubo en 2008, disponibilidad económica
suficiente como para mantener no ya el sistema financiero, sino ni tan
sólo la propia red eléctrica, y no digamos la mayoría del transporte. El
colapso en su máxima expresión. Esta es la situación sobre la que la
economista estadounidense de análisis del riesgo Gail Tverberg nos
alerta repetidamente en sus textos, y que dan lugar a los gráficos de la
figura (41,42). En este caso sí, (sólo) tal vez, la reducción de emisiones sería la necesaria… y ya se imagina usted a qué precio.
Conclusión: no se puede
Estamos pues frente a un objetivo, los endiablados dos grados de más,
no sólo inapropiado sino también irrealizable, y París 2015 debería ser
el momento en que ya no sea posible disimular este hecho públicamente
por más tiempo. Pero cuidado con los nuevos eufemismos. Una de las
posibles salidas por la tangente de la convención parisina consistiría
en establecer un objetivo menor pero más próximo, por ejemplo “1,8 °C en
2050”, aún a sabiendas de que los retardos del sistema climático harían
que, inexorablemente, la temperatura siguiera aumentando – e incluso a
sabiendas de que difícilmente se cumpliría. O permitir un overshoot, una extralimitación, haciendo ver esta vez que se podría volver la temperatura hacia atrás (43), en una nueva oleada de engaño masivo: recordemos que el cambio climático es virtualmente irreversible (44). La verdad es que las agencias de relaciones públicas y los nuevos think tanks contratados para la ocasión (45)
lo tienen esta vez bastante más crudo que en Copenhague para
penetrarnos con nuevas vaselinas comunicativas. Ya les vamos viendo el
plumero.
El
caso es que una vez se ha llegado a un punto como este no tiene ningún
sentido seguir haciendo como que no pasa nada. Fiarlo todo a que el
ingenio humano, el mercado, los ricos, Dios, todos a la vez, o quizás
alguien más, proveerá, no es más que una forma de regresión a la
infancia desde nuestra adolescencia presente henchida de todopoder.
Lo
siento muchísimo, pero nada de esto va a ocurrir. El Titanic ha chocado
ya, y no vamos a evitar el hundimiento sustituyendo los motores de
carbón por quijotescos molinos de viento. Hemos llegado tarde par eso,
si es que alguna vez fue posible. Ahora no queda otra posibilidad que
reunir a toda prisa elmáximo número de botes salvavidas,optimizar su
capacidad y adelgazar todos un poco para que quepan cuantos más mejor..
De
modo que hay que reconocer el estropicio, sus consecuencias y nuestra
responsabilidad en él (si bien claramente en distintos grados) y
disponernos, ahora si, a hacernos mayores de una vez. Asumiendo nuestra
obligación.
Nuestra
obligación no es otra que decirnos la verdad, esta verdad, toda la
verdad. Seguir con los eufemismos y con el optimismo de la voluntad no
sirve en este caso y menos a estas alturas, y no tiene otra consecuencia
que continuar con el status quo, con el aturdimiento colectivo y con el
derroche de energías ya escasas en tareas o reivindicaciones
imposibles, inútiles en el mejor de los casos. Creer que ignorando,
disfrazando o dulcificando el problema para mantener el navío a flote,
solo un rato más, comprando tiempo para que unas élites se reunan
confortablemente buscando una “solución” es ignorar, disfrazar o
dulcificar la realidad, y el precio de hacer esto es siempre elevado. Y
tiene consecuencias singularmente desastrosas en este caso, pues hay que
recordar que no son sino estas élites las que nos han conducido por la
trayectoria del impacto. Si algo van a hacer es salvarse ellas, y sólo
ellas.
Convendrá
pues conmigo, a la vista de todo lo anterior, en que el único margen
que en realidad nos queda es la declaración a corto plazo del estado de
emergencia mundial. Revulsivo condicionado, desde luego, al
establecimiento previo de un programa de suficiencia nutricional y
sanitaria para todos los habitantes de la Tierra, de modo que el sistema
económico se oriente a estas dos funciones como las prioritarias y
virtualmente únicas, al tiempo que se establece algún mecanismo que
garantice la confiabilidad de la información en los medios que queden,
sin presiones corporativas ni elitistas, ni posmodernismos disolutores.
Basta de progreso, que tenemos ya bastante y no lo hemos sabido emplear
responsablemente. Dispongámonos a salvar a cuantos podamos, y salvemos
todo lo que podamos, singularmente el conocimiento adquirido y la
belleza. Organicemos un Arca de Noé en la que quepamos todos. El
progreso ya lo retomarán otros, cuando se pueda: ahora lo que toca es
digerir el atracón.
Deseemos
pues que la convención de París constituya por lo menos una toma de
conciencia de cara a la búsqueda de un camino transitable hacia el menor
malestar posible para todos, o por lo menos para aquellos dimspuestos a
adelgazar y a compartir. Y sobretodo para nuestros descendientes.
Notas
[1]Hay cierto
establishment, menguante, que no se cree todo esto o que cruza los dedos
confiando en que no sea tan grave. Pero hay otro, creciente, que tiene
suficiente acceso al conocimiento integrado como para saber que nos
encontramos en un callejón sin salida, y que también a ellos se les han
acabado los conejos en la chistera, aunque cobren por simular lo
contrario. ¿Quiere usted un búnker? Los hay baratos, por sólo un millón
de dólares. También los hay de lujo, que las diferencias hay que
marcarlas hasta en el más allá, como los faraones egipcios. Pero yo, y
probablemente usted, querido lector, no estaremos entre los elegidos que
durarán vivos, ahí enterrados, sólo unas pocas semanas o meses más que
el resto de los mortales.
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