Mayo es época de exámenes y el 15-M no se libra. Las celebración del segundo aniversario es una ocasión propicia para el juicio mediático: ¿está aún vivo el 15-M, qué queda? ¿Son más, son menos? ¿Y qué han conseguido? Son ojos que ven lo que están habituados a ver: el evento y no el proceso, la identidad y no las metamorfosis, lo espectacular y no lo cotidiano, lo macro y no lo micro, lo cuantitativo y no lo cualitativo, los resultados y no los efectos. Mirada clínica, mirada exterior, mirada del Padre, el mayor problema es que la interioricemos y nos conformemos a sus normas. Por eso, el otro día una amiga protestaba diciendo: “a la mierda el aniversario, luchamos todos los días, lo podríamos celebrar el 3 de febrero o el 11 de junio. Si los medios nos dan por muertos, pues mejor, así trabajaremos más tranquilos”.
El unicornio no es exactamente un caballo. Y del mismo modo, el 15-M, las mareas o la PAH tampoco son movimientos sociales al uso, sino los nombres y las máscaras que se da a sí mismo un proceso verdaderamente insólito de politización social. A la vez el mismo y siempre diferente, en transformación. El desafío no pasa tanto por responder el sinnúmero de mentiras o clichés que se encuentran a diario en los medios, como por aprender a vernos y narrarnos distinto. Saber nombrar, dar valor y comunicar lo extraordinario de lo que estamos haciendo y viviendo.
Milagros
Atención a la actualidad política, implicación personal en iniciativas, protesta y organización, hoy el malestar social se expresa y se comparte, no sólo con amigos y en los bares, sino con desconocidos y en la calle. Se convierte en acción. Esto no es mecánico, automático, necesario, no tendría porqué ser así. De hecho, no es lo que está pasando en otros países europeos afectados por la crisis/estafa. Lo más normal sería la generalización del miedo, la resignación, la culpa y la individualización. Ese es por ejemplo el efecto pasivizante que persigue sembrar el relato oficial de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”: somos pecadores, no tenemos por tanto ninguna legitimidad para la protesta, en el castigo hallaremos nuestra expiación, bienvenidos sean pues los recortes de Merkel y Rajoy (figuras del Padre castigador). Pero ese relato no ha conseguido imponerse como hegemónico. Lo privado se vuelve común y compartido. La depresión se politiza. Se hunden los sentidos que sostenían nuestra existencia (propiedad, éxito, consumo), pero también somos capaces de inventar otros con otros. Nos movemos a partir de los lugares que habitamos para hacernos cargo de la situación colectiva. Responsabilización contra culpa. (De hecho, y seguramente por esto mismo, no es en absoluto seguro que la tendencia de suicidios en la crisis haya sido al alza.)
Perroflautas, funcionarios, bomberos, policías, personal sanitario, jueces, profesores, gente cualquiera… El sujeto del 15-M, las mareas o la PAH es el 99%. No son luchas corporativas, sino inclusivas y “por lo de todos”. En primer lugar, agrupan en torno a evidencias comunes y objetivos concretos a gentes de procedencia ideológica muy diversa, neutralizando el escenario de enfrentamiento entre “las dos Españas” tan funcional a los poderes. En segundo lugar, rompen la división tradicional entre actores y espectadores de la política: la comunidad de lucha y sentido de la marea verde son los padres, los profesores y los alumnos; en el caso de la marea blanca, los médicos, los trabajadores y los usuarios del sistema público de salud; en el de la PAH, los afectados directos, activistas con distintos recorridos y gente cualquiera, etc. Por último, comparten momentos de protesta pública (como el pasado 23-F), un repertorio de acción (asambleas, cortes de calle, encierros) y un mismo relato sobre la naturaleza de lo que ocurre: “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros”.
Esto no es mecánico, automático, necesario, no tendría porqué ser así. Lo más normal sería la autorreferencialidad y la fragmentación, corporativa o ideológica. Luchas que van a lo suyo, sin resonar con las demás, sin abrir preguntas comunes sobre la sociedad en que vivimos, sin inventar nuevas posibilidades contagiosas para la acción colectiva, sin ir más allá de la definición sectorial de los problemas. Eso es lo normal. Un activista griego recientemente de paso por Madrid contaba que la Plaza Syntagma siempre había estado dividida por identidades: anarquistas, comunistas, etc. Y se asombraba escuchando que en las plazas del 15-M creamos un “nosotros” abierto e incluyente que trascendía las diferencias sin abolirlas.
¿Y no es la narrativa del 99% contra el 1%, esa resimbolización de lo común desde abajo, lo que ha conjurado por el momento la posibilidad de un Amanecer Dorado a la española, con sus chivos expiatorios y su violencia callejera? El activista griego explicaba que el grupo neonazi está sostenido en buena parte por la policía. Y se quedaba a cuadros cuando le enumerábamos los gestos insólitos que hemos visto proliferar aquí entre los agentes del orden: manifestaciones, críticas hacia los políticos y los mandos, acciones de desobediencia, negativas a participar en desahucios, etc. El enemigo se busca por arriba, no al lado.
Lo más normal sería también, como no paran de repetirnos los medios de comunicación, que se diera “un estallido”. No se sabe muy bien qué es eso, pero imaginemos: saqueos y pillaje, aumento incontrolado de la delincuencia, guerra de todos contra todos. Y, en consecuencia, relegitimación de la autoridad estatal como árbitro necesario de la convivencia. No está pasando. Por un lado, se ha activado un tejido de solidaridad formal e informal en torno a los problemas materiales de la precariedad y la pobreza (desde las redes de economía solidaria hasta las redes familiares y de amistad). Y por otro, eso que desde arriba llaman “antipolítica” (pienso por ejemplo en la PAH) elabora el malestar social en un sentido creativo y colectivo, de dignidad, que suscita alegría incluso en medio de la desesperación.
Lo imposible
En La doctrina del shock, Naomi Klein explica cómo “el capitalismo del desastre” aprovecha las atmósferas de pánico y depresión social para catalizar un salto hacia adelante en la transformación neoliberal de las sociedades. En el Chile de Pinochet, en la Polonia post-soviética, en el Nueva Orleans devastado por el Katrina, una mezcla de shocks represivos y económicos noquearon a las poblaciones, quebrando la solidaridad social, contagiando la parálisis, la renuncia y el miedo al otro, fomentando la dependencia de un padre protector. El objetivo principal de las doctrinas del shock, explica la Klein, es romper las defensas de sentido de una sociedad: barrer las narrativas autónomas y las formas independientes de hacer legible el mundo que tiene la gente común, aprovechando la desorientación consiguiente para instalar el sálvese quien pueda como definición dominante de la realidad.
La doctrina del shock no triunfa aquí como debiera. Lo podemos observar incluso al trasluz de la irritación con que los economistas neoliberales analizan la sociedad española y la crisis: el problema para ellos es nuestra persistencia tenaz en pensarnos de otra forma que como átomos sin derechos colectivos ni apego ninguno por seres o lugares, movidos exclusivamente por la idea del éxito y la autorrealización individual (“rigideces normativas”, “insuficiente movilidad geográfica”, “limitado espíritu emprendedor”, “colchón familiar”, etc.).
No hay shock porque hay política. Según el filósofo francés Jacques Rancière, la política hace tres movimientos. Primero, interrumpe lo necesario (lo-que-hay-es-lo-que-hay, es-la-crisis, no-hay-dinero, no-hay, de-donde-no-hay…). Segundo, crea otro mapa de lo posible: lo que es posible ver, sentir, hacer y pensar. Por ejemplo, ver un desahucio donde uno no debería ver nada o sólo la “ejecución rutinaria del impago de una hipoteca”. Sentir que son intolerables, no correctos, necesarios o fatales, y que nos conciernen. Organizarse colectivamente para detenerlos. Y tercero, inventa nuevos sujetos: redefine quiénes son capaces de ver, sentir, hacer o pensar. La política no es la expresión de sujetos previos o preconstituidos (ideológicos o sociológicos), sino la creación de espacios de subjetivación que no existían antes, donde los supuestamente “incapaces e ignorantes” toman la palabra y actúan, pasando así de víctimas a actores.
La política dibuja un nuevo mapa de conexiones. Lo más potente en España no es que haya muchos grupos haciendo cosas, sino que se ha configurado un plano (o “clima”) de politización que atraviesa las divisiones sociales: a la vez un espacio de altísima conductibilidad donde las palabras, las acciones y los afectos circulan, un ecosistema más amplio que la suma de sus partes, un campo de fuerzas y resonancias, un relato común de sentido sobre lo que (nos) pasa.Hay electricidad en el aire.
Sólo vemos lo que estamos habituados a ver: lo normal y no lo imposible. Pero desde el 15 de mayo de 2011 vivimos en lo imposible. El desacato de todas las probabilidades, de todas las fatalidades, de todos los destinos. Necesitamos por tanto un “pensamiento de lo imposible”. Un pensamiento que deshabitúe nuestros ojos para que podamos ver (y valorar) lo que pasa y no tendría que estar pasando, lo que no pasa y tendría (“por lógica”) que estar sucediendo. Un pensamiento des-naturalizador capaz de ver la creación y no sólo la repetición, la acción y no sólo los determinismos sociales o causales. Para sentir la potencia de lo que hacemos, para persistir en ella y prolongarla en direcciones imprevistas.
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