Esther Vivas – Consejo Científico de ATTAC España
Asociamos
la compra en el supermercado a modernidad, autonomía, libre elección,
pero hay pocos lugares en el mundo, que formen parte de nuestra vida
cotidiana, tan controlados y monitoreados como dichos establecimientos.
Tras nuestra adquisición, aunque no lo parezca, hay mucho en juego. De
aquí que en un supermercado nada queda al azar. Todo está pensado para
que compremos, y cuanto más mejor.
Un laboratorio llamado ‘súper’
Llegamos
al ‘súper’ y unos carteles, en general de colores claros, nos dan la
bienvenida animándonos a entrar, a menudo acompañados de ofertas reclamo
que anuncian precios muy baratos. Cogemos el carrito de la compra, tan
grande que mucho hay que llenarlo para que no parezca vacío, y empezamos
la búsqueda de lo que necesitamos por innumerables pasillos con
estanterías rebosantes de productos. El carro por más que lo lleves
recto siempre gira de cara al estante y allí ves, como quien no quiere
la cosa, un nuevo artículo que no esperabas y lo sumas al pedido.
Necesitas
leche y yogures y toca atravesar todo el centro comercial para
conseguirlos. ¿Por qué pondrán siempre lo que más te hace falta al final
del establecimiento? De camino, un hilo de música con ritmo suena de
fondo, ni lo escuchas pero allí está animándote a comprar. Miras precios
y no entiendes porqué nunca los importes son redondos, siempre acaban
con decimales, haciendo muy difícil la comparación entre unos y otros.
Suerte que te fijas en todos aquellos que acaban en 9, y así ahorras un
poco. Aunque, tal vez, tampoco haya tanta diferencia entre pagar un
céntimo más o menos. Eso sí, el producto parece más barato.
Toca
pararse, dos carritos con gente comprando en medio. Y me pregunto, ¿por
qué harán los pasillos tan estrechos? En fin. Aprovecho para mirar a un
estante y a otro y allí está esa bolsa de patatas fritas que no me
conviene mirándome de frente. Va, no vendrá de aquí… ¡al carro! Avanzo
ahora buscando el paquete de arroz que necesito pero ya lo han cambiado
otra vez de lugar. No entiendo por qué cada x tiempo mueven los
productos de sitio. Cuando ya me sé la ruta de memoria, me toca, de
nuevo, dar mil vueltas antes de encontrar lo que necesito. Eso sí, al
reaprender el camino descubro nuevos productos con los que antes ni me
había fijado.
Sólo me queda coger el detergente. En la droguería y
a la altura de los ojos veo esa marca que dicen por la tele deja la
ropa tan limpia. Tomo el envase y, por casualidad, miro el precio… ¡qué
caro! Devuelvo la unidad. Observo arriba y abajo en la estantería y allí
encuentro otra marca menos conocida pero más económica. Me agacho y la
agarro. ¿Por qué la pondrán en un lugar más difícil de coger? Llega el
momento de pasar por caja. En la cola y aburrida por la espera veo esos
chocolates, caramelos, golosinas… y a solo un palmo. Imposible decir
“no”. Venga, un día es un día, a la cesta.
Analizando mi
“recorrido”, me planteo ¿cuántas cosas he comprado que no necesitaba?
¿He adquirido los productos que me interesaban? Se calcula que entre un
25% y un 55% de nuestra compra es compulsiva, fruto de estímulos
externos. Lo metemos en el carro aunque no nos haga falta. Y al pasar
ante una estantería, un 20% compramos antes la marca que se encuentra a
la altura de los ojos que otra cualquiera, sólo por comodidad, aunque
esas otras sean más baratas. Sin ser conscientes, somos conejillos de
indias en un gran laboratorio llamado ‘súper’.
Sonríe, te graban
Nuestros
movimientos en un supermercado nunca pasan desapercibidos, una cámara u
otra, colocada aquí o allá, lo registra. Pero, ¿qué se hace con esas
imágenes? ¿Sabemos cuándo nos están grabando? ¿Podemos acceder a esas
filmaciones? El profesor Andrew Clement de la Universidad de Toronto y
fundador del Instituto de Identidad, Privacidad y Seguridad señala
nuestra indefensión ante estas prácticas. Según un estudio llevado a cabo por su equipo en
Canadá, ninguna de las cámaras colocadas en los mayores centros
comerciales canadienses cumplía los requisitos de señalización a los que
obligaba la Ley. Aquí, en Europa, la polémica, también, está servida.
No tenemos ni idea de qué ni cómo ni cuándo graban ni qué hacen con las
imágenes.
La cadena de supermercados Lidl protagonizó uno de los
mayores escándalos cuando, en marzo del 2008, se descubrió que espiaba
sistemáticamente a sus trabajadores en varios establecimientos de
Alemania mediante mini-cámaras colocadas en lugares estratégicos. Cada
lunes, según destapó el semanario alemán Stern, un equipo de detectives
instalaba entre cinco y diez cámaras a petición de su dirección con el
pretexto de evitar robos. Sin embargo, dichas cámaras servían para
controlar a los trabajadores, grabar sus conversaciones y elaborar
detallados perfiles personales. No se trata de un caso aislado. Su
competidora Aldi fue acusada, en marzo del 2013, de espiar a sus
empleados en varios supermercados de Alemania y Suiza mediante cámaras
ocultas, según filtró la revista alemana Spiegel.
Aquí, la Agencia
Española de Protección de Datos abrió un proceso sancionador a Alcampo
por espiar a sus trabajadores. A finales del 2007, Alcampo instaló en
secreto en un hipermercado de Ferrol tres cámaras ocultas en espacios
reservados al personal. Semanas después, utilizó el contenido de dichas
cintas para despedir a un empleado y sancionar a otros once.
Los
consumidores somos, también, objeto de voyeurismo. Lo último, lo estrenó
la cadena de supermercados Tesco, a finales del 2013, en Gran Bretaña.
La empresa instaló en 450 gasolineras pequeñas cámaras con el objetivo
de escanear el rostro de sus clientes en la cola del establecimiento a
fin de detectar su edad y sexo y ofrecerles la publicidad más acorde a
sus perfiles. La película de ciencia ficción ‘Minority Report’ de Steven
Spielberg hecha realidad, aunque los anuncios personalizados a partir
de la lectura de la retina, como salía en el film, parece no tendrán que
esperar al 2054.
Nuestra vida en una tarjeta
“¿Tiene
tarjeta cliente?”, ya es un ritual que nos lo pregunten al pasar por
caja. Y si no la tienes, nos ofrecen un mar de ventajas, descuentos y
recompensas tras la misma. De este modo, corremos a rellenar el
formulario, apuntando todos nuestros datos, sin apenas leer lo que
firmamos, para poder acceder cuanto antes a tan fantásticas promociones.
Sin embargo, ¿qué sucede con la información que damos? ¿Quién la usa?
¿Para qué fines? Esto es algo que no nos cuentan al registrarnos.
Los
supermercados son los reyes de las tarjetas de fidelización. Nos
ofrecen regalos, descuentos, puntos… si una vez y otra y otra y otra
pasamos por su caja. Más allá de contar con nuestra fidelidad, las
empresas de la gran distribución buscan, mediante estas tarjetas
cliente, conocerlo todo o casi todo de nuestra vida privada: quiénes
somos, qué edad tenemos, estado civil, preferencias, hobbies. Al margen
de lo que dice la ficha que rellenamos, las compras periódicas que
realizamos quedan, a partir de entonces, registradas para siempre en
nuestro archivo: si nos gusta o no el chocolate, si preferimos la carne
al pescado, qué café, pastas, bebidas, conservas, verduras… tomamos. Lo
saben todo.
Las compañías almacenan estos datos y los utilizan vía
marketing para mejorar sus ventas. Así, conocen quién consume qué y
cuándo, pudiendo realizar exhaustivos perfiles de sus compradores. A
partir de ese momento, nos ofrecen todo aquello que “necesitamos” y lo
compramos encantados. Nuestra vida privada en manos de las empresas se
convierte en una nueva fuente de negocio. Nosotros, ni nos enteramos.
El rastro de lo que compramos
Dicen
que comprar en el supermercado del futuro será más práctico, cómodo,
ágil, rápido y no tendremos que hacer colas ni pasar por caja. Todo,
gracias, entre otros, a la tecnología de identificación por
radiofrecuencia o etiquetas RFID. Unas etiquetas que contienen un
microchip y que registran información detallada sobre la “vida” del
producto en el que se encuentran. Son como un número de serie único que
almacena y emite, a través de una antena, datos específicos sobre ese
artículo.
Así, en un futuro no tan lejano, parece, podremos entrar
en un supermercado, coger un carrito de la compra “inteligente”,
cargarle en su base de datos la lista de la compra, dejar que nos guie
al encuentro de dichos productos, darnos información sobre los mismos e
ir calculando el total que llevamos gastado. Y al salir, no será
necesario pasar por caja, al llevar cada producto una de estas etiquetas
incorporadas, una antena receptora los identificará y el total nos será
cargado directamente en nuestra cuenta… y sin hacer colas. ¿Qué más
podemos pedir?
El problema reside, como han señalado grupos de consumidores en Estados Unidos, como CASPIAN (Consumidores contra la Invasión de la Privacidad de los Supermercados) y EPIC (Centro
de Información sobre Privacidad Electrónica), en el control que estos
sistemas ejercen sobre las personas. Nadie evita, por ejemplo, que
dichas etiquetas puedan continuar acumulando información una vez fuera
del supermercado, siguiendo cada uno de los pasos de los productos y de
nosotros como consumidores.
Hoy, encontramos estas etiquetas RFID
en algunos productos de los supermercados, las cuales conviven con los
tradicionales códigos de barras. Su coste, sin embargo, limita de
momento y en parte una mayor generalización. Aunque, según el Instituto Nacional de Tecnologías de la Comunicación y la Agencia Española de Protección de Datos cada
vez es más frecuente encontrarlas en el etiquetado de prendas de ropa y
calzado así como en sistemas para la identificación de mascotas,
tarjetas de transporte, pago automático en peajes, pasaportes, entre
otros, poniendo en riesgo nuestra privacidad.
Nos quieren hacer
creer que los centros comerciales son sinónimo de libertad. Ahora,
Caprabo apela, en su publicidad, al “librecomprador” que llevamos
dentro. “Te lo damos todo para que seas libre de escoger lo que más te
gusta”, dice. Sin embargo, la libertad de escoger no está en el
supermercado sino fuera de él.
Artículo publicado en Publico.es.
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